David despertó con un dolor punzante en la cabeza. Un mareo lo embargó cuando intentó moverse, pero pronto se dio cuenta de la cruda realidad: estaba atado de pies y manos, tumbado sobre el suelo frío de cemento. Su respiración se aceleró. El aire olía a humedad y encierro.
Parpadeó varias veces, tratando de aclarar su visión borrosa. Frente a él, de pie, junto a la tenue luz de una bombilla parpadeante, estaban Deborah y Linda.
—¿Qué… qué demonios están haciendo? —gruñó David, forcejeando con las ataduras que le lastimaban las muñecas.
Deborah cruzó los brazos, una sonrisa cruel curvando sus labios rojos.
—No puedo permitir que nos eches a la calle —su voz era fría, calculadora—. Lo siento, papá, pero te guste o no… esta bastarda sigue siendo tu hija.
David sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esa mirada... Esa sonrisa… Era la misma que solía ver en el reflejo de su propia ambición.
Linda, en cambio, no parecía tan convencida. Su rostro estaba pálido y su cuerpo temblaba de ansie