—¡Basta, papá! —la voz de Mia resonó con fuerza en la habitación, llenando el aire de tensión.
Su pecho subía y bajaba con la respiración entrecortada, mientras sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y desesperación.
—¡Terrance y Gabriel, deténganse ahora mismo! —gritó Paz, su tono autoritario retumbando como un golpe seco.
La furia en su rostro era evidente, pero había algo más: una profunda preocupación por el hombre al que había criado como su propio hijo.
Ambos hombres se quedaron quietos, sorprendidos por la intervención, aunque el enojo seguía reflejándose en sus ojos.
Se miraron brevemente, la incertidumbre cruzando por sus rostros.
Pero Eugenio, a pesar de ser el objetivo de la pelea, no parecía estar tan afectado por los golpes.
Apenas tenía un ligero corte en la boca, pero su rostro mostraba una palidez que delataba su vulnerabilidad.
Mia se acercó a él con pasos vacilantes, su corazón latiendo con fuerza, como si quisiera huir, pero su cuerpo no respondía.
Sus manos temb