El amanecer los encontró en silencio.
Lucía observaba cómo los rayos de la luna menguante se desvanecían sobre las montañas del Norte mientras su padre, el alfa Karl, revisaba los vehículos que los llevarían a la capital. Dylan, su beta y protector, cargaba los últimos documentos del Consejo en el maletero del auto principal.
El viaje no era largo, pero sí pesado; no por la distancia, sino por el peso de lo que significaba.
La luna se ocultaba, y el destino de la Manada del Norte se encontraba suspendido entre tres voluntades: la suya, la de Jacob y la de Damián.
Karl rompió el silencio cuando las puertas se cerraron.
—No pronuncies ni una palabra frente al Consejo hasta que te la pidan.
—No soy una cachorra, padre —respondió Lucía sin apartar la vista de la ventana.
—Pero tampoco eres alfa todavía.
Dylan desvió la mirada, intentando disimular la tensión que crecía en el aire. Sabía que la joven luna no se quedaría callada, y también sabía que Karl lo sabía. Pero nadie podía detener l