El aire en la oficina olía a madera vieja, a autoridad y a luna llena. Las antorchas iluminaban las paredes cubiertas de estandartes, símbolos de las manadas antiguas. En el centro, una mesa redonda tallada con runas lunares reunía a tres alfas y un silencio tan espeso que podía cortarse con las garras.
El alfa Karl, señor de la Manada del Norte, se mantenía erguido tras su escritorio de roble. Frente a él, el alfa Jacob, heredero del Fuego Eterno, observaba con calma depredadora, como si calculara cada respiración del enemigo. A su lado, el aire se tensó con la llegada del alfa Damián, de la Manada del Lobo Carmesí. Su presencia era un fuego distinto: no paciente, sino ansioso, peligroso, dispuesto a arderlo todo.
—No vine aquí para discutir lo evidente —dijo Jacob con voz grave, su tono tan sereno que resultaba inquietante—. Todos saben que no planeaba reclamar a la Luna del Norte. No después de… —hizo una pausa, bajando ligeramente la mirada—, de lo que ocurrió con Diana y con mi h