Habían pasado tres semanas desde la decisión del Consejo Supremo.
Durante ese tiempo, la Manada del Norte se había preparado con disciplina inquebrantable. Lucía entrenaba desde el amanecer hasta el anochecer junto a los seis representantes elegidos para competir en los Juegos Lunares. No era solo una cuestión de fuerza o habilidad; era la supervivencia del honor y del futuro de su manada lo que estaba en juego.
Los entrenamientos se llevaban a cabo en los bosques del norte, bajo la luz plateada de la luna.
Dylan, siempre a su lado, supervisaba cada sesión con mirada atenta, exigiendo precisión, estrategia y sincronía.
Lucía no era una alfa aún, pero su espíritu ya guiaba como uno.
Cada orden suya era obedecida sin cuestionamientos, cada caída era seguida por una nueva levantada.
La competencia duraría cuarenta y cinco días, divididos en diez rondas que pondrían a prueba no solo la fuerza, sino también la inteligencia, destreza, compañerismo, unión y resistencia espiritual.