El sol del mediodía se elevaba implacable sobre el Consejo Supremo, tiñendo el anfiteatro de un resplandor dorado que parecía más una amenaza que una bendición. Las manadas se reunían una vez más en las gradas de piedra antigua, un semicírculo erosionado por siglos de vientos y lluvias, donde el eco de voces pasadas aún parecía susurrar secretos. Lucía caminaba al frente de la Manada del Norte, flanqueada por Dylan a su derecha y Thalia a su izquierda. Los mellizos seguían en silencio, como sombras vigilantes, mientras el resto del grupo —cuatro lobos más, todos seleccionados por su resistencia y lealtad— mantenía una formación compacta. El aire olía a pino fresco y tierra seca, pero bajo esa fachada de calma, la tensión era palpable. Habían sobrevivido a la primera prueba, un caos de plantas carnívoras y trampas letales, pero nadie sabía qué traería la segunda ronda.
Jacob, desde el sector de la Manada del Fuego Eterno, la observaba con una intensidad que hacía que su piel hormiguear