La noche había caído sobre el Consejo Supremo como un manto pesado, cargado de silencio y agotamiento. El comedor común, usualmente un hervidero de voces y risas contenidas, estaba vacío esa noche. Muchas manadas habían sido atendidas por quemaduras del sol y deshidratación severa; los lobos, a pesar de su regeneración natural, no eran invencibles ante un día entero bajo el astro rey sin piedad. Los médicos del Consejo habían trabajado sin descanso, aplicando ungüentos y fluidos intravenosos a los más afectados. Algunos alfas habían colapsado en sus cabañas, demasiado orgullosos para admitir debilidad, pero el precio de la prueba de resistencia se cobraba en piel enrojecida y músculos exhaustos.
Jacob, el Alfa de la Manada del Fuego Eterno, no se había quedado atrás en el sufrimiento. A pesar de que su equipo había logrado un segundo puesto honorable, su piel clara había pagado caro las horas expuestas. Su rostro, orejas y pecho habían quedado al rojo vivo, ampollas formándose en los