DAFNE
Mis ojos se abrieron a un mundo que no era el mío.
El aire estaba frío —pesado, como las cenizas después de un incendio—. Podía oler la sangre, el hierro y la magia. El trono bajo mí latía como algo vivo, tallado con los huesos de lobos que hacía mucho habían olvidado sus nombres. Y frente a mí, de rodillas, estaba Jordán.
Sus ojos —dioses, esos ojos— ardían con dolor e incredulidad. Me llamaba por mi nombre, pero sonaba lejano, como si estuviera bajo el agua.
—Dafne —susurró—. Soy yo.
Soy yo.
Quise responder, gritar su nombre, decirle que corriera. Pero mis labios ya no se movían por voluntad propia. La voz de la bruja salió en su lugar —lenta, burlona, goteando veneno.
—Tu Luna se ha ido, Alfa.
Dentro de mí, grité. ¡No!
Pero ella solo rió. Podía sentirla en mi mente —manos frías envolviendo mis recuerdos, torciéndolos, manchándolos.
Me mostró destellos: la noche en que mi padre me vendió, las cicatrices del látigo en mi espalda, la sangre en las manos de Jordán la