DÁFNE
Lo primero que sentí fue el silencio. No el tipo de silencio calmo y pacífico, sino el pesado, sofocante, ese que te oprime hasta que incluso tu propio corazón late demasiado fuerte.
La oscuridad me rodeaba… otra vez. La misma oscuridad que una vez temí de niña. La misma que me perseguía después del incendio que se llevó a mi madre.
Pero esta vez, era diferente.
No tenía miedo.
Estaba de pie sobre algo que se sentía como vidrio, aunque no podía verlo. Debajo de mí giraba un abismo sin fin de humo negro y susurros. Mi reflejo se ondulaba bajo mis pies, distorsionado por las luces fantasmales que titilaban muy lejos, en lo profundo.
“¿Dónde… estoy?”, mi voz tembló.
“Estás en el umbral”, respondió una voz —suave, serena, pero que resonaba como si viniera de todas partes a la vez.
Mi corazón se tensó. “¿Atenea?”
“Sí,” respondió ella, con un tono suave pero lleno de fuerza. “Pero no solo yo. Ahora has despertado por completo, Dáfne. Somos una sola.”
La realización me gol