JORDÁN
La tormenta no se había detenido desde la noche en que la encontré.
Rugía por toda la tierra como si los dioses estuvieran en guerra, desgarrando la manada de la Luna Roja, mis huesos, mi alma.
Y en medio de todo eso, ella yacía — Dafne — temblando, ardiendo, deslizándose una vez más hacia el abismo.
Su cuerpo estaba inerte contra el mío, empapado por la lluvia, su piel brillando tenuemente con ese extraño tono plateado que me aterraba y me fascinaba al mismo tiempo.
—Dafne —susurré, apartando el cabello mojado de su rostro—. Despierta, amor. Por favor.
Sus ojos se abrieron por un momento. Un relámpago plateado cruzó en ellos antes de que soltara un gemido de dolor y me aferrara el brazo.
—Jordán… él… está… dentro… —
Entonces gritó.
Casi pierdo la cabeza en ese instante. El sonido me desgarró por dentro como garras. Su espalda se arqueó, la marca en su cuello palpitando con un resplandor rojizo.
El suelo a nuestro alrededor se agrietó, el vapor ascendiendo como si