—Lo único que debes hacer es no hablarle a la policía de mí —pidió Diana.
Christopher tragó saliva. Sabía que estaba contra la espada y la pared, así que si quería ayuda de esos dos, no podía mencionar a Diana.
—Lo entiendo. De todas formas, no hay pruebas en tu contra más que mi palabra —comentó, con una mano en su pecho.
Estaba asustado, pero no podía rendirse. Cooperar con sus jefes era la mejor opción que tenía. Mejor que huir.
—Hay muchas Dianas en el mundo. Puedes referirte a otra persona —sugirió ella, moviendo la mano—. No puedo terminar en la cárcel por un descuido mío.
—¿Cómo se te ocurrió mandarle saludos a Helena? —cuestionó Gabriel, con el ceño fruncido. Le parecía una locura.
Diana apretó los puños con fuerza, sintiendo cómo la rabia le recorría los brazos como electricidad. En el fondo, lo sabía: se había dejado arrastrar por el odio. Ese resentimiento antiguo, acumulado, que la cegaba cada vez que pensaba en Helena.
Y en ese estado, no midió sus palabras, ni sus