—Estefanía, cuando uno está vieja y el ángel de la muerte te señala, ni el caldo más potente lo puede evitar, pero debo confesar que lo único que me duele es dejarte a ti. Tengo miedo de qué te lastimen y no sepas defenderte —no pude evitar pasar mi mano por su rostro.
—Sabe que no me gusta cuando hablas de esa forma —le recordé.
—Debo hacerlo, por desgracia no somos inmortales —suspiró—. Le has dado tanta alegría a esta casa, a mis jardines que también son tuyos, fuiste cómo la primavera entrando con todos sus colores e impregnando cada rincón de esta hacienda… La luz que iluminó mis días y me ayudó a soportar el dolor de la perdida de mi amado esposo, que al parecer ahora me reclama.
—Madrina —susurré sintiendo cómo las lágrimas surcaban mi rostro.
—Por favor, deja que hable… déjame decirte lo que siento.
—Está bien —asentí.
—Quiero que seas feliz, porque te lo mereces; tu alma es pura, me he esmerado tanto en preservarte limpia y ajena a la maldad y lo he logrado. Hoy me pregu