El atardecer caía lentamente sobre la playa, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. La brisa marina entraba por los ventanales de la casa y el sonido de las olas parecía marcar el ritmo de la calma. Después de un día lleno de risas, chapuzones y caminatas junto al mar, todos estaban exhaustos, pero felices.
—Voy a darme una ducha, necesito quitarme toda esta arena —dijo Clara, soltando una risa mientras sacudía su cabello mojado.
—Yo también —respondió Ana, sonriendo.
—Tómense su tiempo —comentó Leonardo desde la terraza—. Ya están preparando la cena.
Ana levantó la mirada hacia él. Tenía el cabello ligeramente desordenado por el viento, la camisa blanca desabotonada hasta la mitad y ese brillo en los ojos que la hacía sentir nerviosa.
Subieron a las habitaciones para cambiarse. Ana escogió un vestido sencillo de color vino, suelto y ligero, que resaltaba el tono cálido de su piel. Se miró al espejo y respiró hondo. No quería admitirlo, pero se sentía ilusionada.
Cuando bajó, en