Los días siguientes trajeron una calma inesperada. El trabajo en la hacienda, antes pesado y solitario para Jasmine, ahora era compartido.
Pedro estaba siempre a su lado. Cargaba baldes, limpiaba el establo, cuidaba la cerca, ayudaba en la siembra. Y, más que eso, él escuchaba.
Prestaba atención. Notaba cuando ella estaba demasiado cansada o con algo atrapado en la garganta.
Esa mañana, el cielo estaba despejado y una brisa ligera agitaba las hojas de los mangos. Jasmine terminaba de recoger los huevos del gallinero cuando sintió la mirada de Pedro sobre ella.
Él estaba en el corral, apoyado en la cerca, observándola con los ojos entrecerrados. Cuando ella se dio la vuelta, sus miradas se cruzaron y una sonrisa se formó en los labios de él, pequeña, pero llena de intención.
Ella desvió la mirada, con el corazón acelerado. Se sentía una niña otra vez, sin saber exactamente qué hacer con aquella atención inesperada.
Pedro tenía algo en su forma de ser que la desarmaba. Era fu