Jonathan Bonnet
El rugido del motor acompaña mis pensamientos desbocados mientras el auto devora la distancia que nos separa de la casa de los tíos de Tristán. El rostro de Alejandra, la imagen de su hija, y la certeza de que algo se avecina me aprietan el pecho como una tenaza.
—¿Has logrado comunicarte con Richard? —pregunto, sin quitar la vista del camino.
—Nada. Su teléfono sigue sin señal o apagado porque me manda al buzón —responde Tristán con frustración, lanzando el aparato al asiento. —Si Mario realmente dio la orden, ya deben estar moviéndose hacia ellos —ante sus palabras un incómodo nudo se aloja en mi estómago.
—¿Y si no es solo Mario? —comento, con voz queda. Topo, que va en el asiento trasero, levanta la vista, atento. —¿Y si hay más? Alguien más grande, más oculto. Nadie juega al ajedrez con piezas tan pesadas sin alguien que le cubra la espalda.
Tristán me lanza una mirada cargada de significado, pero no dice nada. No hace falta. Ambos sabemos que el juego va más allá