Apoyé las manos en el borde del lavabo. Mis dedos estaban fríos. Demasiado fríos. Me observé las manos como si no fueran mías, como si pertenecieran a otra persona que se estaba desmoronando lentamente.
—Concéntrate —me ordené en voz baja—. Solo concéntrate.
Salí del baño y fui a la cocina. Preparé café por puro automatismo, siguiendo pasos que conocía de memoria. El sonido de la cafetera llenó el silencio y, por un momento, me aferré a ese ruido cotidiano como a una cuerda lanzada en medio del vacío.
Mientras esperaba, mi mente volvió atrás sin permiso.
No al día en que Eva murió.
No.
Mucho antes.
A las primeras señales.
A los silencios de Carlos.
A esa forma suya de mirar que siempre me hacía sentir observada, evaluada, incluso cuando no decía nada.
Cerré los ojos con fuerza.
—No —susurré—. No ahora.
El café estuvo listo. Me serví una taza y bebí un sorbo demasiado grande. El líquido caliente me quemó la lengua, pero no reaccioné de inmediato. El dolor físico era preferible a lo que