El cuerpo de Isabella temblaba, y en aquel momento, Sebastian la abrazó con fuerza, temblorosamente, como si su contacto fuera la único ancla en un mar de desesperación. Ella lo abrazó con igual fervor, sus uñas enterrándose en la piel debajo de su traje, dejando medialunas ensangrentadas que pintaban su dolor en la carne. Era un recordatorio físico de lo que estaban viviendo, un eco de la angustia y la tristeza que los rodeaba.
Las lágrimas de Isabella se desbordaron en el hospital, cayendo en cascada, empapando su vestido negro mientras se aferraba a la realidad de su pérdida. Bajo las luces fluorescentes, que iluminaban de manera cruel su desolación, se desmoronó como un castillo de cartas llevado por un viento furioso. La vida tal como la conocía ya no existía, y lo que quedaba era una sombra de lo que había sido.
—Sebastián… —susurró, su voz un hilo de angustia—. ¿Por qué tuvo que suceder esto? Era solo una niña…
Sebastián cerró los ojos por un momento, luchando contra las lágrim