La mañana se pegó a la piel como una promesa rota: gris, tibia, cargada. Me desperté con la sensación de que el reloj había empezado a correr hacia un punto que no podíamos posponer. El 3 estaba ahí, clavado en la memoria como una señal que no sabía si contestar o evitar. Abrí los ojos y lo primero que pensé fue en ella: en Isabella, en la manera en que había tomado la carpeta, en cómo había dejado la fotografía marcada como evidencia. Había en sus manos una determinación que nunca había sido teatral; era un arma.
Me levanté y me vestí con calma, porque la prisa es amiga de los errores. Preparé lo esencial: el equipo, las copias cifradas, la ruta alternativa. Todo lo que podía llevarme a un lugar desde donde actuar sin ser visto. Trabajo y vida se mezclaban hasta ya no saber dónde empezaba uno y terminaba el otro; ahora la línea era un mapa que debía recorrer sin equivocarme.
Isabella ya estaba en la mesa cuando bajé. El apartamento olía a café débil y a papeles. La luz que entraba po