La madrugada todavía respiraba en la ciudad cuando Isabella abrió los ojos. No fue el peso del sueño lo que la despertó, sino la sensación de que alguien había tocado la costura de su vida para comprobar si los hilos seguían firmes. Se quedó un largo rato inmóvil, escuchando el silencio del apartamento como si pudiera traducirlo a advertencias. Afuera, las luces del vecindario parpadeaban perezosas; adentro, la carpeta con la evidencia parecía una pequeña bomba fría sobre la mesa.
Se puso de pie con la misma calma con la que afrontaba las crisis: ordenada, precisa. No quiso pensar en la nota cifrada—esa frase suya que les había dicho que mediría su resistencia—, porque la frase ya había empezado a actuar dentro de ella como un insecto que no deja de moverse. Caminó hasta la ventana y miró la ciudad. Allí, entre luces y sombras, imaginó la presencia de Carlos no como una figura física, sino como una matemática: un vector que había cambiado su trayectoria y ahora les cortaba el paso.
Se