Salí de nuevo al mediodía y tomé rutas largas para despistar. La operación requería paciencia y control emocional. Evité los movimientos teatrales; la sutileza era mi aliada. Llegué a un edificio administrativo donde, según mis cálculos, se operaba la logística financiera de Lazarus. Había cámaras en la entrada, una recepción automatizada y un control de acceso con tarjetas digitales. No era un lugar de ciencia visible; era de números y papeles que esconden vidas.
Entré por la puerta trasera con credenciales que, afortunadamente, aún funcionaban por el juego de sombras que inventé años atrás: identidades provisionales, cuentas que se abren y cierran como cortinas. Mi sonrisa al guardia fue mínima; mi actitud, la de un hombre que no pregunta demasiado. El ascensor fue un compás lento que me llevó al piso donde los servidores se alojaban. Allí, en una sala fría, los racks murmuraban con un sonido que parecía mecánico y humano a la vez.
Con el tiempo en contra, conecté un dispositivo de