La noche cayó con la pesadez de una puerta que se cierra tras un secreto. Bella se obligó a comer con moderación, a fingir poses y sonrisa ante los ojos que aún la miraban con deferencia. Pero cada gesto era una obra aprendida; el ritmo de su respiración traicionaba lo que ya sabía: la casa no le pertenecía totalmente. Había algo en las miradas, en los silencios, en la manera en que los nuevos guardias consultaban sus listas, que convertía la mansión en un lugar ajeno.
Cuando la familia se dispersó, el eco de las conversaciones se fue apagando. Bella subió las escaleras con pasos medidos, cada uno midiendo la posibilidad de un ruido que la delatara. Arriba, en la suite que durante años funcionó como su santuario, cerró la puerta con llave y dejó que la oscuridad dejara ver apenas la silueta del retrato de Eva en la mesita de noche: una foto diminuta, con la niña sonriendo, eternamente ajena a las decisiones de los adultos.
Se sentó frente al ventanal y miró la ciudad como si alguna de