La mansión respiraba un silencio que pesaba. Era el silencio de los días posteriores a una tormenta: las cortinas apenas se movían, las arañas de cristal colgaban inmóviles y la gran chimenea, con su óleo de Carlos enmarcando la escena, parecía conservar todavía un calor fúnebre. Bella caminó por el salón con la distancia de quien cumple un rito diario; ajustó una flor en el jarrón, ordenó un códice de condolencias para las visitas que venían y se fue a sentar en el sofá, como si la gravedad del lugar la obligara a quedarse.
La casa estaba impecable, pero ella se sentía sucia por dentro. Algunas noches la culpa la asaltaba como una náusea: la imagen de la niña —Eva— resbalando entre los dedos, la risa corta en el césped, la llegada de las sirenas y luego la repetición implacable en los periódicos. Habían hecho lo que creyeron necesario: protegieron la fortuna, blindaron el nombre, ocultaron la vergüenza. Pero la memoria no es cosa que el dinero pueda comprar por completo. Aun así, Bel