El espejo la devolvía en fragmentos.
El reflejo se multiplicaba sobre los ángulos de cristal del tocador, componiendo una imagen que no le pertenecía del todo. Clara Vargas observó su propio rostro, y por un segundo creyó ver la sombra de Isabella debajo de la piel. Había pasado semanas perfeccionando cada detalle de su nueva identidad —desde el tono de su cabello hasta el ritmo de su respiración en público—, pero aquella noche no bastaba con fingir: debía convertirse en un espejismo.
La habitación del hotel olía a perfume y a pólvora. En la cama, un vestido negro descansaba como un secreto recién cosido; la tela caía con el peso exacto de la elegancia, un trazo diseñado para deslizarse entre la multitud sin ser recordado… y al mismo tiempo, imposible de ignorar.
Mientras se vestía, Clara repasaba mentalmente los protocolos que Sebastián le había enseñado: *tres palabras de seguridad, dos rutas de escape, una bala reservada para el silencio*.
El mensaje llegó justo cuando terminaba de