La noche cayó sobre la ciudad como una sábana de terciopelo negro. Desde su apartamento, Clara observaba las luces parpadear en los edificios vecinos. Cada ventana contaba una historia ajena, una rutina que ella ya no conocía. En el reflejo del cristal vio su propio rostro —la expresión de una mujer que había aprendido a no pestañear frente al peligro—.
El sobre con la fotografía aún descansaba sobre la mesa del comedor, junto al dossier que Martín le había entregado. No se había atrevido a tirarlo ni a esconderlo. Era mejor tener al enemigo visible que merodeando entre sombras. La imagen mostraba un momento que jamás debió existir fuera de su memoria: ella y Sebastián, caminando juntos por un muelle en Nueva York. La fecha al reverso era de hacía tres meses. *Demasiado reciente*, pensó.
Clara se sentó, encendió una lámpara de escritorio y observó el detalle de la impresión: profesional, nítida, sin ruido visual. Quien la había tomado no era un aficionado ni un periodista casual. Era