En la penumbra de su centro de control, Sebastián miraba la transmisión con los audífonos puestos, la pantalla mostrando el muelle en directo y, en la esquina, el micrófono que le devolvía la voz de Carlos. Sintió que el mundo se fracturaba en dos: por un lado, la lógica que siempre había seguido; por otro, la crudeza de ver a quien había creído muerto hablándole a la mujer que amaba. Lo peor no era la aparición: lo peor era la mentira admitida con naturalidad.
—¿Bella dio la orden? —murmuró, repetición que buscaba sabor para comprenderlo—. ¿Y quién es ese tercero?
Renaud, en otra línea, le devolvió un informe breve: «Hay transferencias recientes desde jurisdicciones grises a cuentas que terminan en empresas pantalla vinculadas a consultoras de inteligencia privada. Uno de los receptores tiene un pasaporte con nombre falso pero huellas digitales concatenadas con un exmilitar hoy en el sector privado».
Sebastián cerró los ojos. La evidencia técnica se iba acumulando hasta formar una es