Capítulo 59

El muelle olía a hierro y diesel, una mezcla que siempre la hacía sentir viva y en peligro, como si el mundo no hubiera decidido aún de qué lado ponerse. La luz moribunda del atardecer recortaba las siluetas: contenedores, cables tensos, la línea del agua moviéndose con una paciencia indiferente. Todo parecía dispuesto para una escena escrita con precisión. Ella había venido preparada para manipular la escena; no para que la escena la manipulase a ella.

Cuando la figura con la capucha bajó la visera, su pecho dio un vuelco que no esperaba. Aquella voz —esa sílaba, «Isabella»— no era solo sonido: era una llave que abría un armario demasiado lleno de fantasmas. El hombre bajó la capucha con una calma medida. La luz le atravesó la cara en diagonales, como si quisiera descubrir las costuras nuevas del rostro. Había cicatrices, sí; líneas que hablaban de peleas recientes, de intervenciones torpes, de noches largas. Era Carlos. Y al mismo tiempo no lo era: la persona que tenía frente a ella
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