Horas más tarde, ya en la noche, Isabella se encontraba en la habitación. Su mirada estaba enfocada en sus manos sobre su regazo. Sus ojos estaban secos después de tantos días llorando. Pero ahora, su mirada no estaba perdida. Sabía bien lo que tenía que hacer.
Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos.
—¿Puedo pasar? —dijo Sebastian, su voz resonando suavemente en el aire.
—Por supuesto —respondió ella, apresurándose a ajustar el albornoz en su cuerpo, sintiendo una mezcla de nervios y alivio.
Sebastian entró en la habitación, luciendo un pantalón negro y una camisa polo de vestir, que acentuaba su figura bien cuidada. A Isabella, le pareció que era un extraño, un hombre en el que había comenzado a confiar, y al mismo tiempo, alguien tan distante.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó él, con una preocupación genuina dibujándose en sus ojos.
Ella hizo una pausa, como si pesara cada palabra antes de responder.
—Un poco mejor… —admitió Isabella, encogiéndose de hombros. La verdad era