BORIS
El teléfono vibró sobre la mesa y yo casi no miré.
Otra llamada cualquiera, pensé, otro nombre inútil. Pero cuando contesté, cuando esa respiración temblorosa llenó la línea, supe que no era cualquiera.
Supe que era ella. Nikita.
Un susurro quebrado, apenas un segundo de sonido, pero fue suficiente para destruir todo lo que había construido desde que la enterré en mi mente.
Mi pecho se tensó como si alguien me hubiese arrancado los pulmones de cuajo. Durante meses maldije a cualquiera que dijera que estaba muerta, y aun así, me rendí. Dejé de buscar.
Dejé que el luto me anestesiara. Y ahora, ella estaba viva.
Respirando en algún rincón que no supe encontrar. El sabor de la furia me quemaba la lengua.
No contra Nikita. Contra mí. Por no ser el hombre que prometió encontrarla, aunque el mundo se hundiera.
Por haber dejado que otros decidieran cuándo debía olvidarla.
Mi mano apretó el teléfono hasta que crujió el plástico barato, pero la línea ya estaba muerta. Igual que la promesa