Hogar

LEV

Velvograd seguía oliendo a montaña y pólvora, a madera seca y metal aceitado. La neblina no se levantaba hasta bien entrada la mañana, y las garzas que cruzaban el cielo eran las únicas testigos del poder que se gestaba en sus entrañas.

El convoy entró sin detenerse, con las matrículas ocultas y los cristales polarizados. Mis hombres ya sabían la rutina: nadie dispara, nadie corre, nadie interrumpe. El silencio era la bienvenida más clara que podían darme.

Me esperaban al menos veinte en la entrada del complejo principal. Todos de pie, con las armas al hombro y la mirada recta. Algunos bajaron la cabeza cuando pasé. Otros me observaron con atención, evaluando si el viaje me había cambiado.

Nadie habló.

Dos mujeres esperaban también. Dasha y Mila. Sabía por qué estaban allí. Llevaban vestidos innecesariamente cortos para ese clima, maquillaje que brillaba bajo la tenue luz del amanecer, y ese tipo de sonrisa que uno solo ve en quienes creen que su cuerpo es la mejor moneda de cambi
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