LEV
El ruido fue lo primero. No un disparo, no un grito, sino un estallido sordo que retumbó en los huesos antes que en los oídos. Luego, el calor. Breve. Punzante. El tipo de onda que te empuja como si un gigante invisible te tomara del pecho. Caí sobre el suelo del almacén, una losa de concreto que me raspó el codo y dejó un zumbido insoportable en mis tímpanos.
No tardé más de cinco segundos en ponerme en pie. No podía darme ese lujo. Mis hombres gritaban afuera, algunos disparaban al aire como idiotas, sin saber contra quién. El humo entraba por la puerta rota, denso, químico, artificial. No había fuego real. Solo una advertencia. Una demostración de fuerza.
Joder… Esto no era bueno.
—¡Lev! —gritó Sergei desde un costado, cubriéndose con el antebrazo—. ¡¿Está herido?!
—Estoy bien —escupí, mientras me pasaba la manga por la cara para limpiar la sangre que caía desde la ceja. Un corte superficial. Nada grave. Ya había tenido peores mañanas, pero esta era inusual—. ¿Dónde están los o