A la mañana siguiente.
Federico Durance y Rodrigo Zander se presentaron en la casa de los agresores.
Apenas los padres de los agresores vieron el video, la sangre se les heló en las venas.
Ninguna cantidad de poder, riqueza ni apellido ilustre podía borrar lo que acababan de presenciar. El silencio en la sala era denso como el plomo.
Solo se escuchaba la respiración agitada de los padres y el rechinar de dientes de Rodrigo al ver lo que hicieron a su hija.
El primero en hablar fue el padre del muchacho rubio.
—Esto… esto es un error. Mi hijo... —balbuceó, tratando de controlar el temblor en su voz.
—¿Un error? —la voz de Rodrigo fue un látigo que resonó por todo el despacho de esa casa—. ¡Tu hijo intentó violar a mi hija! ¡Eso no es un error, es un crimen!
El padre del otro agresor se llevó las manos a la cara, derrumbada por la vergüenza.
—Estamos dispuestos a ofrecer lo que sea necesario… dinero, contactos, influencia. Lo que sea —dijo el otro padre, con un nudo en la garganta—. Per