Thomas empujó la puerta con suavidad, como si tuviera miedo de hacer el más mínimo ruido.
Entró en la habitación iluminada por una luz tenue, donde el monitor cardíaco marcaba los latidos tranquilos pero frágiles de Dianella.
Ella estaba ahí, recostada en la camilla, pálida, con el rostro aún adormecido por el sedante, la piel más blanca de lo usual, como si el alma misma se le hubiera encogido.
Thomas tragó saliva. Verla así le dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Se acercó en silencio, como si cada paso pudiera despertarla de un sueño que no quería perturbar. Se quedó a su lado, de pie, observando su rostro dormido.
Le acarició la mano con una delicadeza reverente, temiendo romperla, y murmuró:
—Lo siento… por no haber llegado antes. Por no haber evitado que esto pasara. Recupérate, por favor.
Sus dedos aún rozaban los de ella cuando Dianella abrió los ojos, pestañeando con lentitud. Al principio pareció desorientada… y entonces lo vio.
—¿Thomas? —susurró, apenas audible.