Melissa volvió a casa al caer la tarde.
Afuera, el cielo estaba teñido de nubes grises y el aire olía a tierra húmeda, como si el mundo también compartiera el peso que ella cargaba en el pecho. Al entrar en la mansión, su mirada se desvió hacia la sala, donde su abuelo conversaba con Sebastián, en un tono tan íntimo que por un segundo dudó si debía interrumpirlos.
—Te pido que se queden aquí, Sebastián —dijo el anciano con voz cansada, quebrada por los días difíciles—. Por ahora, necesito que Melissa esté cerca de mí. No me queda mucho tiempo… y quiero verla bien antes de partir.
Sebastián asintió de inmediato, con firmeza y sensibilidad.
—Por supuesto. Si es lo que necesita Melissa, me quedaré. Haré todo lo necesario para apoyarla.
En ese momento, Melissa entró. Sus ojos se clavaron en Sebastián, fríos, llenos de rabia contenida, pero se suavizaron al mirar a su abuelo. Su expresión se transformó como una máscara que cae con cuidado. Avanzó hacia él y lo abrazó con ternura, como si s