—¿Qué quieres? —susurró Ellyn, con un hilo de voz que se quebró sin remedio, como si su alma estuviera hecha de cristal a punto de astillarse.
El teléfono temblaba entre sus dedos.
En el otro extremo, la voz de Aranza se alzó con un tono tembloroso, casi humano.
—Déjame hablar, hija… soy tu madre. Te llevé en mi vientre durante nueve meses, alimenté cada célula de tu cuerpo, y aunque todo lo demás haya salido mal, una vez, solo una vez… merezco que escuches por qué pasó todo esto.
Ellyn cerró los ojos. El corazón le latía con fuerza, descompasado, como si quisiera huir de su pecho. La herida que tanto trabajo le había costado cerrar no solo seguía abierta… sangraba con más furia que nunca. Esa voz —la de Aranza— era un veneno suave que se deslizaba hasta su estómago, removiendo lo que creía tener bajo control.
No respondió de inmediato. Su silencio fue como el crujido de una puerta oxidada que se abría apenas un poco. Un suspiro de vulnerabilidad.
—¿Ellyn? No me cuelgues… por favor… —