El cuerpo de Sebastián yacía en el suelo como si fuera una marioneta rota.
Estaba bañado en sudor, los labios violáceos, y la sangre le brotaba tanto por la nariz como por la boca.
Sus músculos se contraían de forma espasmódica, el dolor era visible, casi palpable. Estaba rojo, hirviendo, retorciéndose, como si algo ardiera dentro de él, devorándolo por dentro.
Melissa, paralizada durante unos segundos, lo observaba con un nudo en la garganta. No entendía del todo qué estaba viendo, pero su instinto gritaba una sola palabra: veneno. Algo no estaba bien. No era un infarto, no era un ataque epiléptico. Era algo más oscuro. Algo dirigido. Algo planeado.
Y entonces recordó.
Un campamento de su infancia. Una noche fría. Su amiga Clara, pequeña y temblorosa, vomitando sin parar después de comer unas bayas brillantes.
Bayas que parecían dulces, pero escondían muerte.
Su hermano, Federico, corriendo hacia ella.
—¡Carbón, necesitamos carbón! —gritó entonces. Lo trituró, lo mezcló con agua y lo