La tarde caía con una calma engañosa sobre la casa, bañando de tonos dorados las paredes silenciosas.
Melissa caminaba sin muchos ánimos por el salón principal, su mente llena de pensamientos punzantes que no la dejaban en paz.
Los ventanales estaban abiertos y la brisa cálida acariciaba las cortinas, pero no bastaba para aliviar la presión que le oprimía el pecho.
Estaba harta de todo esto, de su corazón roto, de sus lágrimas,
De él, de fingir, de su silencio, de su presencia y su ausencia.
Avanzó hacia el piano, el viejo piano de cola que había sido de su madre, como si fuera el único refugio que le quedaba. Se sentó con cierta brusquedad, sin pensarlo mucho, y sus dedos comenzaron a deslizarse sobre las teclas.
No había elegido ninguna melodía en especial. Simplemente, tocó lo que sentía: rabia contenida, tristeza, una súplica muda de libertad.
La música llenó la casa.
Sebastián, que se encontraba en la planta alta, detuvo su andar al escuchar aquellas notas suaves, melancólicas, ca