A la mañana siguiente.
El sol apenas comenzaba a filtrar sus primeros rayos por las cortinas cuando Federico abrió los ojos, aunque su mente todavía estaba atrapada en una niebla densa y dolorosa.
Un punzante dolor latía en su cabeza, como si alguien le hubiera golpeado con un martillo. Intentó incorporarse, pero sus movimientos eran torpes, como los de un zombi.
Su cuerpo parecía no obedecer, y su corazón palpitaba aceleradamente, lleno de ansiedad y remordimiento.
Con manos temblorosas llevó sus dedos a los labios y, al notar el sabor metálico de la sangre y la piel cortada, la realidad lo golpeó con fuerza.
—¡Besé a Ellyn! —exclamó en voz baja, como si gritarlo fuera a hacer desaparecer la culpa.
Se miró en el espejo y vio la línea roja, fresca, que marcaba el beso y la pelea interna que se desataba en su pecho.
Quiso entender qué lo había llevado a cruzar esa línea que tanto había jurado no traspasar.
Sin perder tiempo, se metió en la ducha, dejando que el agua tibia arrastrara par