Los gritos subieron de tono. Federico y Sebastián se enfrentaban con una rabia contenida que había explotado sin remedio. La tensión era tan densa que se podía cortar con un cuchillo.
—¡Todo esto es tu culpa! —bramó Sebastián mientras se lanzaba sobre Federico, tomándolo del cuello con ambas manos—. ¡Tú trajiste todo este caos! No puedes cuidar a Ellyn, conmigo nunca le pasó nada malo.
Federico forcejeó, sus ojos inyectados en sangre, pero no por el ataque, sino por el miedo visceral que sentía por Ellyn.
—¡Suéltame, maldito! ¡Ahora no!
—¡Ya basta, dejen de pelear! —gritó Ellyn, con una voz quebrada por el miedo, el dolor y la desesperación.
Pero apenas pronunció esas palabras, su rostro palideció.
Una punzada aguda y lacerante le atravesó el abdomen. Bajó la vista lentamente… y lo vio. Sangre. Un hilo escarlata descendía por sus piernas, manchando su vestido.
—No… no… —susurró, con un hilo de voz.
El pánico la invadió como una ola gigante. Empezó a hiperventilar, sus manos se crispar