Al día siguiente.
Melissa llegó hasta ese departamento con el corazón encogido.
Cada paso que daba era una súplica muda.
Llamó a la puerta y esperó, temblando. No tardaron en abrirle. Era la empleada, que, al verla, se alarmó de inmediato.
—¡Señorita, no puede pasar! Tiene la entrada prohibida —intentó cerrarle el paso, pero Melissa la esquivó.
—¡Por favor! Solo quiero hablar con él —suplicó.
Clark estaba en la mesa, tomando café como si el mundo no se estuviera derrumbando a su alrededor.
Al verla, se levantó bruscamente.
—¡¿Qué haces aquí?! —exclamó con furia contenida.
Melissa cayó de rodillas frente a él, las lágrimas ya nublando sus ojos.
—¡Perdóname, Clark! Sé que no puedo cambiar lo que hice, pero te ruego… te ruego que me perdones —su voz se quebró.
Él se acercó. La tomó de la barbilla con una fuerza que le arrancó un gemido de dolor.
Luego, comenzó a reír. Una risa seca, cruel, sin alma.
Melissa lo miró con el alma helada.
¿Cómo podía ese hombre reírse en ese momento?
¿Por qu