Aranza dio media vuelta y se fue sin decir una sola palabra más.
El sonido de sus tacones alejándose resonó como una sentencia en el aire denso del salón.
El silencio que dejó tras de sí fue tan pesado que casi podía palparse. Nadie se movía. Nadie respiraba.
Sebastián se giró con desesperación hacia Ellyn, la tomó de los hombros, sus dedos temblaban.
Sus ojos buscaban respuestas en el rostro de ella como si temiera que se desvaneciera de repente.
—¡Ellyn! ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué te hicieron? —su voz se quebró, cargada de angustia y miedo.
Ella, sin embargo, le ofreció una sonrisa serena. Pero esa calma no era tranquilidad: era resignación.
—Nada malo, Sebastián —dijo en voz baja—. Me salvé. Puedes estar tranquilo. He aprendido a defenderme yo sola.
La frase le dolió más de lo que ella imaginaba. Sebastián trató de sonreír, pero el gesto se le murió en los labios.
La abrazó con fuerza, como si su cuerpo fuese la única ancla que lo mantenía cuerdo. Sintió un nudo formarse en su garg