Sebastián salió de la habitación sintiendo el corazón hecho trizas.
Cada paso que daba por ese pasillo frío del hospital era un recordatorio de lo que estaba perdiendo.
Pero entonces, apareció Federico, como una sombra cargada de furia.
—¡Sebastián! —rugió.
Antes de que pudiera reaccionar, Federico lo tomó por el cuello de la camisa y lo empujó con fuerza contra la pared. El impacto fue seco.
—¡¿Qué demonios haces?! —exclamó Sebastián, forcejeando para soltarse, pero Federico no aflojaba.
Sus ojos lo taladraban con ira, pero también con decepción.
—¡¿Qué hago yo?! ¡No, Sebastián, qué haces tú! ¿No juraste que amabas a mi hermana? ¿No dijiste que querías salvar tu matrimonio? ¡¿Así es como lo haces?! ¿Corriendo detrás de mi mujer mientras Melissa casi muere?
Sebastián lo empujó con fuerza esta vez, logrando zafarse. Su pecho subía y bajaba agitado, sus ojos estaban llenos de rabia y vergüenza.
—¡Vete al carajo, Federico! ¡Ayudé a tu esposa! ¡¿Y así me lo agradeces?!
—¿Ayudaste a mi esp