La habitación estaba en silencio, apenas interrumpido por el leve zumbido de las máquinas médicas que monitoreaban el ritmo cardíaco de Melissa y el de su bebé. Ella seguía acostada, recostada ligeramente hacia un costado, cuando la puerta se abrió despacio.
Sebastián entró con pasos contenidos, los hombros tensos, el rostro sombrío.
Rodrigo Zander, de pie junto a la cama, aún sostenía la mano de Melissa con delicadeza, como si supiera que soltarla antes de tiempo significaría dejarla caer en un abismo que no podía permitirle enfrentar sola.
—Señor Zander… —dijo Sebastián, con un tono firme, aunque educado—. Muchas gracias por salvar a mi esposa y a mi hija. Estoy inmensamente agradecido con usted.
Rodrigo apenas lo miró. Su atención seguía en Melissa, como si aún necesitara asegurarse de que respiraba bien, de que estaba a salvo, realmente a salvo.
—No sabía que era una mujer casada… Melissa —dijo finalmente, soltando su mano lentamente, como si esa confesión pesara más de lo que él