El silencio entre ellos pesaba como una piedra sobre el pecho de ambos. Sebastián apenas podía respirar.
La petición de Melissa había sido tan directa, tan devastadora, que sintió que su corazón se congelaba en ese instante.
—¡Nunca! —exclamó con desesperación—. No me voy a divorciar de ti. No puedo. No quiero. ¡No voy a dejarte!
Melissa lo miró, herida, pero también agotada.
—Sebastián… ya me pagaste lo que me debías. Te salvé. Me salvaste. Estamos a mano —dijo, conteniendo las lágrimas que amenazaban con volver a desbordarse.
Él negó con fuerza, sintiendo que la rabia y el miedo le desgarraban el alma.
—¡No! No estamos a mano. ¡Eso no es así! Yo… yo fui un tonto. Un cobarde. Te hice daño, lo sé. Pero no quiero perderte, Melissa. ¡Perdóname!
La mujer lo miró, esta vez con los ojos cargados de una verdad brutal.
—¿Perderme? —repitió con voz baja, amarga—. ¿Cuándo me tuviste realmente, Sebastián? ¿Cuándo fuiste mío? ¿Cuándo me miraste y me elegiste sin dudas, sin reservas?
Él bajó la c