Cuando Sebastián entró a la habitación, su corazón latía con una violencia que lo dejaba sin aliento, como si dentro de su pecho alguien estuviera tocando tambores de guerra.
Sus manos temblaban al aferrarse al marco de la puerta, y por un segundo, no pudo avanzar. Ver a Melissa ahí, tan quieta, le rompió algo por dentro.
Ella estaba recostada en la camilla, rodeada de silencio y olor a desinfectante.
Tenía un vendaje en la frente, y su piel, normalmente cálida, estaba ahora tan pálida como la nieve recién caída. Sus labios estaban resecos, partidos, y sus ojos… sus ojos eran un reflejo de lo que había pasado: rojos, hinchados, llenos de rastros de lágrimas recientes.
Pero a pesar de todo, seguía siendo ella.
A su lado, una doctora preparaba el equipo médico. Miró a Sebastián con una expresión neutra pero atenta.
—Bien, vamos a hacer un ultrasonido, señora —dijo con voz tranquila—. Vamos a comprobar que el bebé esté bien.
Melissa asintió muy despacio. No habló.
Sus dedos se cerraban n