Elyn abrió los ojos de golpe, con el corazón a punto de estallar.
La oscuridad la envolvía por completo, húmeda, pesada, casi viva.
Intentó gritar, pero algo rugoso y maloliente le obstruía la boca: un trapo empapado y atado con fuerza.
Al mover el cuerpo, un dolor punzante le recorrió las muñecas y los tobillos.
Estaba atada. Apretó los dientes contra la tela mojada.
No podía moverse. No podía hablar.
Un escalofrío helado le subió por la espalda mientras su mente luchaba por procesar lo evidente.
Estaba secuestrada.
El miedo se apoderó de ella como un puño cerrándose en su pecho.
Su respiración se volvió errática, entrecortada, mezclándose con el sonido lejano y constante de gotas cayendo.
¿Dónde estaba?
Intentó calmarse, pero era imposible. Todo su cuerpo temblaba. El cuero de las sogas le quemaba la piel.
Trató de pensar. De recordar.
Y entonces, como un relámpago, la memoria estalló.
«Por la mañana. Estaba en una cafetería. Había accedido a reunirse con Samantha, contra todo juicio.
Samantha… la mujer que siempre estaba detrás de su esposo, su primer amor.
Recordó su rostro perfectamente maquillado, esa mirada afilada que brillaba con una mezcla venenosa de compasión fingida y orgullo.
Se sentó frente a ella con una serenidad insultante, como quien ya ha ganado.
—Elyn… entiende. Federico no te ama. Déjalo ir. Nos vamos a casar. Estoy embarazada —le había dicho con una voz cálida.
Elyn había sentido cómo algo se desmoronaba dentro de ella.
Como si el suelo se abriera bajo sus pies.
¿Un hijo? ¿Desde cuándo?
Cada palabra de Samantha era un cuchillo, pero no le daría el gusto de verla derrumbarse.
No. Nunca.
—Si Federico quiere el divorcio, que lo tramite —respondió con una calma que no sentía—. Díselo tú, si se atreve a pedir el divorcio, se lo daré; yo no me rebajaré a pelear por él, ese acto de mendigar es tu característica principal.
La rabia hizo enrojecer a Samanta.
Elyn se levantó. Caminó hacia el estacionamiento con los ojos secos, pero el alma hecha trizas.
Cada paso era una lucha por no desmoronarse. Estaba a punto de subir a su auto cuando escuchó la voz de Samantha a sus espaldas.
—¡Elyn! Tienes que dejar a mi hombre. Federico es mío.
Elyn se giró con lentitud, sintiendo que algo oscuro ya se cernía sobre ella.
—No voy a pelear por un hombre que se regala —dijo con una sonrisa amarga—. Si lo quieres, quédate con él.
Y fue entonces cuando todo se quebró.
Una camioneta negra irrumpió en la escena, derrapando frente a ellas.
Las puertas traseras se abrieron con violencia.
Hombres con pasamontañas descendieron como sombras, apuntándolas con armas.
Gritos. Un golpe. Luego, oscuridad.»
***
Elyn volvió a la realidad ante los sonidos cercanos.
Pasos. Lentos. Pesados.
Acercándose.
Elyn contuvo el aliento.
Su corazón latía con tanta fuerza que sentía que iba a explotar.
Los pasos resonaban en el suelo de concreto, acompañados por el zumbido eléctrico de una lámpara parpadeante.
Alguien se agachó frente a ella.
Sintió unos dedos ásperos, desatarle la venda de los ojos. La luz la cegó por un segundo, pero cuando logró enfocar, el mundo se volvió más aterrador aún.
El lugar era una especie de bodega o sótano. Las paredes estaban húmedas, agrietadas, con manchas oscuras que no quería identificar.
Tres hombres la observaban.
Dos reían entre dientes. El otro la miraba como si ya no fuera humana, sino mercancía.
—¿Cuánto crees que nos dará tu marido por ti, señora Durance? —preguntó uno, sonriendo con burla—. ¿Un millón de euros?
Elyn no pudo evitar que las lágrimas le nublaran los ojos.
Pero no eran solo por miedo. Era algo peor. Una certeza desgarradora comenzaba a florecer en su pecho.
El hombre sacó su teléfono y marcó un número.
Ella lo reconoció de inmediato.
«No, no, por favor, no…»
El tono sonó una vez. Dos.
Luego, la voz de Federico se oyó a través del altavoz, seca y molesta.
—¿Qué quieres, Elyn? Te dije que la reunión de hoy es muy importante…
—Señor Durance, tenemos a su esposa. Exigimos un millón de euros. Si no paga, no la vuelve a ver con vida.
Un silencio espeso.
Por un segundo, Elyn pensó —rogó— que escucharía preocupación.
Pero entonces llegó la carcajada.
Fría. Mecánica. Inhumana.
—¿Es una broma? ¿Otra de tus escenas, Elyn? —rio Federico—. Si quieres jugar un juego estúpido, gana un premio estúpido. Si la matas, ahórrate el drama. Tírala al río King.
Y colgó.
El mundo de Elyn se congeló.
El aire desapareció de sus pulmones. El dolor no vino en forma de gritos ni de histeria.
Fue una ola silenciosa, profunda, como si le hubieran arrancado el alma.
Federico… nunca la amó. Nunca pensó salvarla. Ni siquiera intentó negociar.
Ni una palabra de duda. Solo desprecio.
—¡Maldita mujer! ¡Ni por tu cuerpo quiere pagar! —bramó uno de los captores, alzando la mano para golpearla.
Pero una voz lo detuvo.
—¡Esperen!
El grito fue agudo, desesperado.
Todos voltearon.
Y Elyn también.
Allí, en un rincón oscuro, apenas iluminado por la lámpara tambaleante, había otra figura.
Atada. Despeinada. Con el maquillaje corrido y los ojos ensanchados.
Samantha.
—Por ella no pagará —dijo con voz temblorosa, los ojos clavados en los de Elyn—. Pero por mí… por mí Federico pagaría cien millones.
La revelación cayó como una bomba.
Elyn la miró, sin saber si reír, llorar o gritar.
Samantha también había sido secuestrada.
Y, al fin, ambas estaban en el mismo infierno, pero Elyn tuvo una pregunta que heló su sangre, ¿Cuál de las dos saldría libre de ahí?