—¡Tú no eres el señor chofer, eres malo! ¡Mami, mami! —gritó Asha, con la voz quebrada por el miedo, mientras su pequeño rostro se transformaba en una mueca de angustia.
Las lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos como si una compuerta se hubiera roto en su interior.
Federico, con un gesto torpe y el alma en vilo, detuvo el auto a un lado del camino.
Giró lentamente en su asiento y la miró con cuidado, temiendo que cualquier palabra pudiera espantarla aún más.
—No soy el señor chofer, cariño… —su voz se quebró, tragando saliva con dificultad—. Lo sé. Pero yo soy tu papá. He venido a buscarte, cariño —dijo y le dio una muñeca que llevaba en una caja.
El rostro de la niña se quedó sorprendido, dudando, pero esa muñeca era tan bonita, y ya deseaba que fuera suya.
Asha lo miró con esos ojos enormes, azul profundo, casi idénticos a los de Ellyn.
Su boquita tembló y se aferró a su mochilita como si fuera su única defensa. El corazón de Federico se encogió.
Ella era su hija. Su sangre. Su