El sol del mediodía se cernía sobre ellos mientras Grace extendía una manta de tartán grueso de cuadros rojos y verdes, y una cesta de mimbre cerca de un pequeño arroyo cuyo murmullo intentaba, sin éxito, silenciar la ansiedad de Elara. Habían regresado a la Colina del Centenario, pero esta vez a un punto de encuentro más seguro y menos aislado. El aire, aunque fresco, se sentía más amable que el gélido silencio que había envuelto la cabalgata. Elara se sentó aliviada de estar lejos del cuerpo de Keith, aunque esa sensación duró poco: él se instaló estratégicamente justo frente a ella, usando la cesta del picnic como una barrera ilusoria, sus rodillas casi rozando las de ella bajo la manta.
Grace, ajena a la guerra psicológica que se desarrollaba a su alrededor, estaba de un humor alegre. Se movía con la energía de una anfitriona perfecta, abriendo botellas de limonada espumosa y sacando pequeños sándwiches de pepino perfectamente cortados. La escena era la quintaesencia de la paz cam