El caballo se detuvo con un resoplido ronco bajo el portón principal de la imponente residencia Fraser. El largo y forzado galope desde el páramo había terminado, pero no el tormento. La lluvia caía con renovada furia, creando una cortina grisácea, pero tan pronto como se detuvieron, una fila de sirvientes apareció en el umbral, llevando paraguas de lona oscura con la eficiencia silenciosa que solo el personal de casas antiguas posee. Era como si la realeza hubiera llegado.
Elara sintió que el aire regresaba a sus pulmones. Era un aire limpio, de piedra mojada, musgo y leña quemada, pero sobre todo, era un aire que no había sido viciado por la cercanía de Keith. Mientras un mozo de cuadra se acercaba al caballo para ayudarla a bajar, Keith soltó las riendas y deshizo el nudo de la capa. La tela pesada, húmeda y cálida cayó de sus hombros como una mortaja de la que lograba escapar. La libertad momentánea de su cuerpo fue un shock; el repentino frío la hizo temblar, pero era un frío pre