Grace suspiró profundamente, el sonido contrastando con el silbido del viento que comenzaba a cortar. Se apresuró a recoger los últimos restos del picnic, doblando con esmero el mantel a cuadros y cerrando la pesada cesta de mimbre con un chasquido que sonó definitivo en la quietud de las Tierras Altas. El sol de mediodía había sido completamente reemplazado. El cielo ya no era azul, sino un lienzo de grises densos que se movían con una velocidad alarmante, engullendo las cimas más altas de las colinas como si fueran bocados de algodón.
—Creo que es hora de irnos, mis amores —dijo Grace, frotándose los brazos con vigor—. La brisa se siente más fría de repente, como un cambio repentino de temperatura. Estas Tierras Altas son tan impredecibles; un momento estás en el calor de un verano suave y al siguiente, estás esperando una tormenta que te empape hasta los huesos. No quiero que Elara, en su primer paseo, se lleve una mala impresión del clima escocés.
Keith levantó la mirada hacia el