Horas después. Yorkshire.
Leonard fue recibido por la ama de llaves y llevado a una habitación donde el papel tapiz parecía pertenecer a otro siglo.
El silencio lo envolvió. Y por primera vez en meses, no supo qué hacer con tanto tiempo muerto.
Se sentó frente a la ventana, mirando el jardín. Recordó la peluca sobre la calavera, el teatro ridículo, la risa. La primera carcajada auténtica de su vida.
Y ahora todo eso se había acabado.
Unos nudillos llamaron a la puerta del salón.
Leonard se levantó con desgano.
—Sí.
La puerta se abrió. Y lo que vio le pareció irreal.
Una mujer de unos treinta y tantos, con cabello oscuro recogido en un moño pulcro y una carpeta en la mano, lo observaba desde el umbral. Vestía un conjunto gris perla, elegante pero sobrio. Y lo miraba con reservas.
—¿Leonard Wessex? —preguntó, con voz melosa.
—Sí.
Ella sonrió.
—Soy Elena. Vine a conocer al genio del que todos hablan.
—¿Eres científica? —interrogó Leonard.
—Soy psicóloga, Leonard. También soy prima de tu